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HABLANDO DE LA ULTRADERECHA


En los últimos tiempos la opinión pública internacional se ha estremecido por la victoria electoral de Donald Trump en los Estados Unidos, por el resultado del referéndum sobre el Brexit en el Reino Unido, y por los avances electorales en tromba de los partidos del nuevo populismo de derechas europeo, como el Frente Nacional francés o Alternativa por Alemania.

¿Estamos a las puertas de una nueva oleada fascista en Europa? ¿Han revivido los viejos demonios del ultranacionalismo que llevaron a un genocidio sistemático y a una guerra global en el entorno de los años 30, al hilo de una crisis sistémica semejante a la actual?

Si es así, debemos empezar a atender a los lineamientos ideológicos y discursivos de esta nueva ultraderecha. Conocer las líneas fundamentales de desarrollo del ultranacionalismo de nuestro tiempo puede abrir vías a la construcción de contrapoderes sociales efectivos que desbanquen la creciente influencia de la derecha xenófoba y autoritaria sobre las capas populares.

Porque la nueva ultraderecha no es exactamente igual que la anterior, aunque no haya decaído en virulencia ni haya renunciado en modo alguno a sus raíces históricas.

Recordemos los elementos fundantes de la ideología protofascista desarrollada en su momento por George Sorel y su Círculo Proudhon en la Francia de entreguerras, base discursiva de lo que luego será el fascismo italiano y, con él, del conjunto del universo ultraderechista del siglo XX: rechazo de la modernidad y del racionalismo; afirmación de la potencia política de los mitos y, por supuesto, del fundamental de todos ellos, la patria; resultado de un pesimismo esencial respecto a las posibilidades del perfeccionamiento humano y social y de la desaparición de las clases.

Es decir: ante el supuesto fracaso revolucionario de la clase obrera que,  armada con el racionalismo y con las formas más extremas del liberalismo generadas por la modernidad burguesa que están en la base de todas las formas de socialismo, no había conseguido derribar el edificio burgués, la idea revolucionaria debía de seguir el camino del resurgir de los mitos fundantes de la identidad de los pueblos. La Patria, la Nación, junto a la capacidad creativa de la violencia, compartidas por todos desde una base puramente emocional y pre-racional, se pueden convertir en la llave de acceso al poder de una vanguardia dispuesta a ejercitarlo desde un comunitarismo firmemente jerárquico que afirma el fin del individualismo y de sus formas ampliadas, como la conciencia de clase.

Hablar en nombre de un “todos” (La Patria) contra los intereses individuales y de fracción. Lo que implica la aceptación del capitalismo y la jerarquía, al aceptar que existe un objetivo interclasista (la Misión Histórica de la Nación) más importante que el bienestar de los individuos o la lucha de clases. Una Misión Histórica que es firmemente interpretada en exclusiva por una vanguardia formada por los más violentos y audaces, que tienen la obligación de imponer a la masa los deberes que impone la comunidad nacional jerarquizada. Jerarquía, violencia, pesimismo frente a las promesas de liberación de la humanidad del socialismo, anti-racionalismo, anti-individualismo y visión totalitaria, ya que la totalidad de los aspectos de la vida humana deben de ser controlados por la vanguardia para someterlos a las necesidades de la Misión de la Patria.

El racismo explícito introducido por el nacional-socialismo alemán era el broche fundamental que ligaba esta versión degradada del obrerismo con los viejos conservadores de toda la vida, con los industriales, militares y financistas que iban a apoyar su asalto al poder. Hacían falta minorías a las que saquear para enriquecer a la nueva élite política, mientras la vieja élite capitalista hacía pingües negocios en los estados totalitarios. De la alianza entre antiguos sindicalistas revolucionarios, embargados de pesimismo respecto al actuar de la clase obrera y en busca de cualquier asalto al poder posible, y viejos nacionalistas ultraconservadores, el fascismo nacerá como una ideología fuerte contra la modernidad, la lucha de clases y el igualitarismo.

Las distintas alas de la ultraderecha actual hacen, mayoritariamente, honor a dichos orígenes. Se mueven al ritmo fundamental de esa música antimoderna, antiracionalista y profundamente pesimista. El mito de la nación les sirve para erigir un contramito que representa el Mal absoluto: el extranjero, ya sea inmigrante o refugiado, peón de las oligarquías que destruye la sociedad europea degradándola desde dentro. La oligarquía a denunciar es también, por supuesto, la de fuera. El fascismo nunca pretendió acabar con las clases ni con el poder económico sino generar una paz social basada en la militarización de la producción y en un comunitarismo verbal acompañado de la represión más dura sobre las expresiones de los intereses de los de abajo, como diferenciados del “todo” interpretado por el liderazgo más autoritario y corrupto. En la época hitleriana eran comunes las reuniones del Frente del Trabajo (sindicato vertical nazi) en las que, desde la tribuna, los grandes industriales de la Siemens o de la familia Thyssen, con el mismo uniforme que los obreros, se dirigían a ellos llamándoles “camaradas” para pedirles más sacrificios, al mismo tiempo que se enriquecían con su plusvalor y con la corrupción rampante de un régimen en guerra constante y dedicado al saqueo de toda Europa.

Las nuevas líneas del nuevo discurso ultraderechista en el continente bien podrían ser las siguientes:

-Los intentos de reconstrucción del fascismo y el nacional-socialismo  clásicos, en el sentido de un fascismo callejero y escuadrista, aunque modernizado y centrado en el discurso anti-inmigrante. El ejemplo más acabado sería Amanecer Dorado en Grecia, pero aquí tenemos al Hogar Social de Madrid y al resto de iniciativas de otros grupos de jóvenes cercanos al tribu-urbanismo, que han puesto en marcha bancos de alimentos sólo para españoles, y que siguen envueltos en enfrentamientos callejeros violentos en distintos puntos del país.

-El tradicionalismo en su versión más teocéntrica y conservadora. Otra versión de la ultraderecha se centra en las guerras culturales contra los elementos más visibles de la modernidad post-68 como la libre expresión de la vida sexual, el feminismo o la experimentación LGTBI.  Este sector tiene una amplia influencia en la vida de algunas comunidades cristianas, así como en sectores de la jerarquía eclesiástica y en las familias más religiosas del partido en el poder, gracias a organizaciones como Hazte Oir, la autora del reciente sainete del autobús contra los niños transexuales. Es la otra pata fundamental del populismo de derechas: la puesta en cuestión de la trama cultural post 68 en la sociedad, revisitando el conservadurismo en las costumbres desde nuevas perspectivas: junto a la denuncia del “lobby gay” encontramos cosas como el cuestionamiento del “negocio de la violencia de género” o la construcción de un pseudo-feminismo tradicionalista, basado en el disciplinamiento en el seno de la pareja de hombres, mujeres y niños, para hacerles funcionales a un comunitarismo jerárquico y falsamente espiritual. Del pesimismo frente a las promesas de la revuelta obrera, del fascismo clásico, pasamos aquí al pesimismo frente a las tentativas de liberación de la vida cotidiana de las últimas décadas.



-Otra de las más importantes vertientes de la ultraderecha actual es la conformada por el ámbito de influencia de la llamada Cuarta Teoría Política, desarrollada por el politólogo ruso Alexander Duguin. Duguin, conocido teórico del euroasianismo, plantearía una nueva perspectiva, más allá del pensamiento clásico de izquierdas o de derechas, que permitiría establecer nuevos lineamientos de oposición a la modernidad capitalista y a la globalización neoliberal.
Duguin plantea la existencia de tres grandes teorías políticas, que han marcado la historia de los últimos siglos: el liberalismo, base de la modernidad capitalista; el socialismo, como forma de oposición  al liberalismo desde sus mismos presupuestos filosóficos; y el fascismo, como tentativa aún moderna en su esencia de romper con la modernidad. A esas tres perspectivas, Duguin opondría la llamada Cuarta Teoría Política, que no sería una teoría unificada y universalista (y por tanto moderna) sino un llamamiento al Dasein (la esencia de la identidad de un pueblo, en términos heiddegerianos) de cada pueblo o ámbito cultural a constituirse en oposición factible al despliegue de la modernidad y de la globalización que le viene asociada.

-Y, firmemente relacionados con todos los sectores anteriores, nos encontramos también con la ultraderecha más “civilizada”, la que ocupa espacios en los medios de comunicación y, inspirándose en los desarrollos de la Nouvelle Droite francesa, trata de extender el populismo de derechas en su versión más aceptable para el gran público desde espacios como la cadena televisiva Intereconomía o Libertad Digital.
La Nueva Derecha francesa, corriente intelectual inspiradora de los últimos avances del Frente Nacional de Marine Le Pen, llevaba ya, antes del último éxito electoral, un par de décadas planteando, en base a los escritos de sus principales teóricos como Alain de Benoist, la necesidad de la práctica de  lo que denominaron como la “metapolítica”. La metapolítica sería la política que no está destinada directamente a la toma del poder, sino a concienciar al conjunto de la sociedad de un discurso político y cultural concreto. En base al concepto de hegemonía de Gramsci y a otros planteamientos de ultraderechistas como De Maistre, la Nueva Derecha (francesa o hispánica) plantea la necesidad de influir de manera amplia en la sociedad, más allá de la lucha por las instituciones, para ir construyendo la base social y material necesaria antes de alcanzar el poder.

-Por último, no nos gustaría acabar esta pequeña radiografía de la ultraderecha patria sin mencionar una corriente que, aún aparentemente alejada en su corpus teórico de todo lo anterior, comparte con ella espacios y conclusiones políticas importantes. Nos referimos al llamado “anarcocapitalismo”, que desde la exacerbación del discurso de la modernidad liberal acaba llegando a las mismas conclusiones autoritarias y antisociales que el fascismo y el tradicionalismo.

Alimentado desde tramas culturales concretas como la Fundación Juan de Mariana, y muy vinculado al magma que ha posibilitado el ascenso de Trump al poder en Estados Unidos, el anarcocapitalismo afirma los elementos centrales del pensamiento liberal, convirtiéndolos en una caricatura de sí mismos: la libertad sin frenos y el individualismo absoluto construirían una sociedad totalmente mercantilizada, donde toda ausencia de límites y regulación comunitaria garantizaría una gran jerarquización de la riqueza. Economistas muy visibles se mantienen cercanos a estas perspectivas que, lejos de ser rechazadas por quienes dicen tener a gala oponerse a la modernidad capitalista (como la ultraderecha tradicionalista) encuentran un amistoso acomodo en los medios de comunicación de la Nueva Derecha.

Esperamos que valga este pequeño mapa, incompleto, de nuestra ultraderecha moderna, para dar fe de la complejidad y la vivacidad de su ámbito, que está digiriendo nuevas influencias y construyendo, poco a poco, una nueva legitimidad. En términos de hegemonía cultural, la ultraderecha está avanzando sin prisa pero sin pausa. Que eso tenga una traducción política y electoral sólo es  cuestión de tiempo, pese a los diques que representan la solidez del Partido Popular y la memoria popular española, plena de fosas sin exhumar, repleta de dolor y sufrimiento para la clase trabajadora.

La ultraderecha, en España, crece sobre un discurso que busca los culpables de la crisis en la inmigración y el globalismo, y que afirma una cáscara indeterminada y confusa de keynesianismo autoritario que, como hemos visto en EEUU, se resolverá en una nueva profundización neoliberal  en caso de llegar al poder. Conocerla es importante para poner diques a su proyecto de hegemonía.

 

José Luis Carretero Miramar


Aparecido en Contramarcha nº 75


Agosto de 2017

 

 

 

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