La Revolución Francesa (1789), lejos de hacer tabla rasa con todos los privilegios de la nobleza, los conserva en buena parte, transfiriendo su disfrute a la nueva clase triunfante. Aunque proclama solemnemente los derechos del ciudadano, se cuida de hacer lo mismo con los del trabajador, cuyas condiciones de vida no varían sustancialmente.
Pese a los encendidos cantos a la libertad, no es mucha la que disfrutan quienes, sujetos a la ley de hierro del salario, han de matarse a trabajar para no perecer de inanición. Aunque la burguesía anuncia alborozada el advenimiento de un mundo nuevo y feliz, el proletariado francés, alemán, austriaco, inglés o americano no tiene razón alguna para sentirse satisfecho, ya que sus condiciones de trabajo son peores que un siglo atrás. Cuando los obreros tratan de mejorarlas, tropiezan con enormes obstáculos y se entabla una lucha áspera y en muchas ocasiones sangrienta. Hasta 1848 no consiguen arrancar a los patronos una limitación de los horarios laborales, y aun entonces la duración normal de la jornada de trabajo se fija en doce horas.
Segunda mitad del XIX
Los cuarenta años siguientes agudizan las luchas sociales con avances y retrocesos, victorias y derrotas del proletariado, especialmente el industrial. La constitución de la Asociación Internacional del Trabajo (A.I.T.) y su disolución, la Comuna de París y la represión que la sigue marcan hitos importantes en el camino seguido por los obreros. De vez en cuando, pagándolas siempre al precio de dolorosos sacrificios, consiguen algunas victorias. Mejora la condición de los siervos y los trabajadores logran la libertad precisa para organizar algunos sindicatos.
La esclavitud desaparece oficialmente en Norteamérica en 1865, mientras en España su abolición data de 1873. Se fija en algunas naciones la edad mínima para que los niños puedan trabajar y se prohíbe que las mujeres participen en determinadas actividades peligrosas. La jornada de trabajo disminuye de doce a diez horas y se lucha abiertamente por la de ocho.
Cuando en 1889 se constituye la II Internacional , uno de sus primeros acuerdos es declarar el Primero de Mayo, día de lucha para su obtención, al mismo tiempo que servirá para conmemorar el sacrificio, entonces muy reciente de los llamados «mártires de Chicago».
El proletariado estadounidense
Las luchas sociales revisten siempre en los Estados Unidos un grado extremado de virulencia. En su dura competencia con el capitalismo europeo, el americano disfruta de dos grandes ventajas: un territorio extenso, poco poblado, con enormes riquezas naturales y una mano de obra abundante, barata, casi regalada.
Los estados agrícolas del Sur disponen de varios millones de esclavos. Los industriales del Norte, de ingentes masas de inmigrantes irlandeses, alemanes e italianos que, huyendo del hambre y la persecución en sus respectivos países, buscan al otro lado del Atlántico una soñada tierra de promisión. Los capitalistas explotan por igual a todos y la parte de los salarios no pagada (la «plusvalía», en términos marxistas) constituye la base más sólida para su rápido crecimiento y expansión.
Cuando la guerra de Secesión libera nominalmente a los negros, el Ku-Klux-Klan (que apalea, lincha y quema a los que pretenden hacer valer sus ilusorios derechos) basta para que las gentes de color continúen sometidas a condiciones inhumanas de existencia. Algo parecido realizan con los obreros blancos del Norte otras organizaciones tan ilegales y siniestras como el Klan, cuya misión consiste en proteger a los empresarios y organizar el esquirolaje a gran escala. Tan pronto como estalla un conflicto, los patronos disponen con facilidad de numerosos individuos especializados en lograr el fracaso rotundo de cualquier paro. No son auténticos esquiroles, sino indeseables, maleantes, vagos y matones que se hacen pagar a buen precio sus servicios.
La existencia de estas partidas de facinerosos en las disputas obreras y la tolerancia cómplice de ciertas autoridades, explica en buena parte el sorprendente fenómeno del gangsterismo americano.
Así, pues, a lo largo de un siglo, el proletariado estadounidense ha de luchar a un mismo tiempo contra la explotación de sus enemigos de clase y las provocaciones, agresiones y atentados de los forajidos que a palos o tiros tratan de frustrar sus más legítimas aspiraciones. Nada tiene de extraño, pues, que su avance sea muy lento y buena parte de sus luchas concluyan en desalentadores fracasos.
Sin embargo, alguna vez logran victorias parciales alcanzan mejores salarios y jornadas más reducidas en algunas ciudades o estados. En ciertas zonas industriales consiguen la semana de sesenta horas y empiezan a luchar por conquistar la de cuarenta y ocho. Es el país donde el capitalismo fue más implacable en su hostilidad contra el proletariado organizado.
Chicago
En Chicago, cuyo vertiginoso crecimiento durante el segundo tercio del siglo XIX la convierte en metrópoli del Medio Oeste, los trabajadores tropiezan con obstáculos casi insuperables en sus esfuerzos organizativos. La ciudad es, sobre todo a partir del final de la guerra civil, escenario de las mayores realizaciones industriales y de los más fabulosos negocios. También una de las colectividades humanas más violentas, corrompidas y con menor respeto por los derechos e incluso la vida física de las personas.
Tiene el índice de criminalidad más elevado de la nación y mayor número de tabernas, salones de juego y lupanares que cualquier otra población americana. La policía y la administración de justicia dependen de la administración municipal y esta a su vez de los hábiles manejos de los mangoneadores electorales.
Todo el mundo parece sentir un ansia frenética por enriquecerse, y quienes gobiernan la población la sienten con redoblado vigor y menores escrúpulos que nadie. Esta situación hace posible que en esta época un inmigrante italiano, Big Jim Colosimo, se adueñe prácticamente de la política local y que años más tarde, auxiliado por Johnny Torrio y Al Capone, que le asesinarán para heredar sus negocios, monte la más gigantesca organización criminal conocida en la historia.
Aunque en algunos lugares (Pensilvania, Nueva York, Massachussets) los obreros han logrado implantar ya la jornada de diez horas, en Chicago, una mayoría de trabajadores laboran catorce o dieciséis horas por día. Para muchos millares de hombres y mujeres, el trabajo se inicia a las cuatro de la mañana y termina a la ocho de la noche.
Los grandes capitanes de la historia, los gobernantes de la ciudad y aún de todo Illinois, la policía va a su servicio y la gran prensa (amarilla y sensacionalista como en ningún otro punto de América) están férreamente unidos para aplastar las reivindicaciones proletarias, recurriendo para vencerlas a no importa qué procedimientos. El más corriente y más eficaz es lanzar contra los obreros a las partidas de maleantes, que se hacen pagar sus servicios con la tolerancia y pasividad de las autoridades para sus fechorías.
El incipiente gangsterismo se convierte así en el mejor auxiliar de los patronos y en el peor enemigo de los trabajadores. Medio siglo después, continúa siéndolo. La mejor demostración es las declaraciones realizadas por Al Capone en los años veinte: «El bolchevismo está llamando a nuestras puertas. Tenemos que organizarnos contra él, marchando hombro contra hombro y manteniéndonos firmes. Debemos mantener América íntegra, segura e indemne...»
Pese a todas las agresiones y persecuciones de que son víctimas, los obreros, impulsados por la desesperación de sus condiciones de vida y de trabajo, se unen para defender sus derechos y surgen diversos sindicatos metalúrgicos, textiles, de la construcción y transportes, que se mantienen en pie pese a sufrir constantes ataques. Entre los muchos millares de trabajadores afiliados destaca un número relativamente pequeño, pero de intensa actividad, que sigue las doctrinas y tácticas de la entonces desaparecida I Internacional. Son auténticos líderes obreros, de espíritu bien templado y formación intelectual muy superior a la que desearían los capitalistas de Illinois. También ponen en marcha dos semanarios: «Arbeiter Zeitung», que dirige Auguste Spies, y «Alarm», a cuya cabeza aparece Albert Parsons.
Todos los obreros sindicados de Chicago se disponen a secundar con todo entusiasmo la huelga general anunciada para el primero de Mayo de 1886 en defensa de la jornada laboral de ocho horas. Pero antes de que llegue el día señalado para la huelga, una empresa capitalista inicia la lucha por su cuenta. Son los dueños de la factoría McCormick, que despiden de golpe a 1.200 de sus obreros, porque se niegan a darse de baja en sus organizaciones, sustituyéndoles por varios centenares de individuos, en su mayoría maleantes y pistoleros.
El cartel del mitin
El 1º de mayo de 1886
Cincuenta mil obreros abandonan el trabajo el día 1 de mayo de 1886, declarando la huelga general en Chicago. Sorprende e impresiona su número, diez veces más numeroso del que sus adversarios han supuesto y del que la gran prensa (que lleva unos días anunciando a bombo y platillo el fracaso completo del paro) tiene previsto. A la sorpresa inicial de la extensión de la huelga, viene a sumarse en horas sucesivas la firmeza y serenidad de los obreros, que no están dispuestos a reanudar sus actividades y se mantienen pacíficos, sin hacer caso de las provocaciones, los insultos y las agresiones.
Sin embargo, la patronal, impresionada y un tanto vacilante el primer día de paro, pasa veinticuatro horas después de una manera resuelta al contraataque. Los esquiroles de a McCormick, amparados y protegidos por la propia policía, atacan y apalean en plena calle a núcleo reducidos de huelguistas que forman piquetes en las cercanías de la fábrica, arrancándoles las pancartas que llevan y propinándoles una descomunal paliza. Es el primer incidente de una lucha que no tardará en tener más amplias, dramáticas y dolorosas manifestaciones.
Como protesta, los sindicatos organizan el 3 de mayo un mitin en las cercanías de la mencionada fábrica al que concurren varios millares de obreros. Cuando está hablando Auguste Spies se abren las puertas de la factoría y salen unos centenares de esquiroles armados con barras de hierro que avanzan amenazadores hacia los auténticos trabajadores. Aparece la policía, que se interpone entre ambos grupos, aparentemente para pacificar la situación. De pronto los guardias comienzan a disparar contra los trabajadores, que se desbandan huyendo. Al cesar las descargas, en el suelo quedan seis muertos y varias docenas de heridos, obreros en su totalidad.
Para expresar su dolorida protesta por lo sucedido, los sindicatos organizan un nuevo mitin, ahora en la plaza de Haymarket, el día 4 de mayo de 1886. Asisten más de quince mil obreros indignados. Habla en primer lugar Albert Parsons. Le sigue en el uso de palabra el sindicalista Fielden. Empieza a lloviznar en ese momento y buena parte de los asistentes se dirige a un local cerrado próximo para continuar el mitin. Pero poco después ciento ochenta policías hacen su aparición por una de las bocacalles de la plaza. Armados de fusiles, con las armas en posición de disparo y correcta formación, avanzan sobre la multitud para dispensarla a cualquier precio. Sorprendente, inesperadamente, una potente bomba estalla en el centro de las filas policíacas, ocasionando terribles estragos. Furiosos al ver caer a varios de sus compañeros, los restantes disparan una y otra vez contra los trabajadores, que escapan a la carrera o caen. Cuando termina la breve y sangrienta refriega, se encuentran en tierra alrededor de sesenta personas entre muertos y heridos.
¿Quién fabrica, coloca y tira la bomba? Para las organizaciones patronales, las autoridades locales y esencialmente la gran prensa sensacionalista de Chicago, los trabajadores en huelga, que pretendían vengar los muertos de la víspera. Pero esta acusación no logran probarla en ningún momento, ni encuentran un solo obrero que cediendo a las amenazas o a las promesas eche la culpa a sus hermanos de clase.
La intervención de Spies
Represión contra los obreros
La oligarquía de Chicago no desaprovecha la magnífica ocasión que el estallido de la bomba la proporciona para asestar un golpe de muerte al movimiento obrero. La policía detiene a centenares de trabajadores, entre los que se encuentran todos los que han destacado en las luchas sociales de la ciudad, aunque no estuvieran en el lugar del suceso.
En el proceso judicial, más que los sucesos recientes, se juzgan las ideas de quienes encabezan los sindicatos y cuya defensa de los intereses proletarios constituye una grave amenaza para los gigantescos negocios, la corrupción ambiental y el rápido crecimiento de determinados individuos. El resultado es un juicio que levanta oleadas de indignación, pero que da los frutos apetecidos por quienes lo organizan y montan.
Tras amañar toda clase de pruebas, la mayoría de las cuales no ofrecen la menor consistencia; presentar una serie de testigos falsos; seleccionar con un cuidado exquisito a los componentes del jurado para asegurar un veredicto condenatorio y orquestar una violenta campaña periodística contra los dirigentes obreros, a quienes se presenta como encarnación de todos los males, se inicia el juicio en un ambiente cargado y enrarecido. Aunque en el curso del juicio queda demostrada la falta de pruebas, la sentencia final no ofrece dudas.
La explosión
Siete condenas de muerte
No flaquea en ningún el ánimo de los ocho hombres que la oligarquía de Chicago sienta en el banquillo de los acusados. Son George Engel, Samuel Fielden, Adolphe Fischer, Louis Ling, Oscar B. Neebe, Albert R. Parsons, Michel Scwab y Auguste Theodore Spies. Ocho trabajadores de convicciones firmes, sólida cultura y moral indesmayable. Todas las argucias de sus adversarios no bastan para probar la participación de uno solo de ellos. Sin embargo, y como nadie ignora, el crimen imperdonable de los inculpados no estriba en manipular artefactos explosivos, sino algo cien veces más peligroso para quienes los juzgan: orientar a las masas trabajadoras para conseguir mejores condiciones de vida y trabajo, ser militantes destacados del movimiento obrero y haber desencadenado una batalla –que fatalmente acabarán ganando- por la jornada legal máxima de ocho horas de trabajo.
Siete de los ocho acusados son condenados a morir en la horca. Únicamente la vida de Oscar B. Neebe es perdonada, a cambio de cumplir un encierro presidiario de muchos años. Cuando el juez le pregunta si tiene algo que decir, Óscar responde sincero y digno:
«Me apena que no me ahorquéis como a mis compañeros, porque es preferible la muerte rápida en la horca a la muerte lenta en que vivimos los trabajadores. No tengo más que una súplica que haceros: dejadme participar en la suerte de mis compañeros. ¡Ahorcadme con ellos!
La sentencia queda en pie, con toda su carga de injusticias.
La oligarquía de Chicago se muestra satisfecha al ver condenados a morir en la horca a los más destacados militantes obreros. Hay, no obstante, quien se da cuenta sin tardanza de que la actitud y la muerte de los condenados puede ser una bandera de propaganda en manos de las organizaciones obreras. Más beneficioso incluso que su desaparición física sería el hundimiento moral, el desprestigio y deshonor de todos ellos. Así, les realizan multitud de ofrecimientos para abjurar y renegar de sus ideas. Dándose perfecta cuenta de la intención de sus enemigos de clase, los interesados rechazan enérgicamente tales sugerencias.
Ni uno sólo de los siete solicita clemencia y, además, escriben al propio gobernador rechazando cualquier medida de perdón. Más aún cuando se enteran que millares de trabajadores han pedido su perdón. Contra su voluntad, el gobernador indulta a dos de los condenados, Fielden y Schwab: se conmuta su pena de muerte por cadena perpetua a trabajos forzados. Años después, Fielden, Schwab, Neebe y Schanbenel (que había sido condenado en rebeldía) son indultados por completo. Pero esta reparación tardía no puede devolver la vida a los muertos.
Protesta y reivindicación
Las ejecuciones de Chicago dan un nuevo y formidable impulso a la lucha por la jornada legal de ocho horas. La fecha del primero de mayo tiene en adelante un claro significado protestario y reivindicativo. Sirve para que los trabajadores recuenten sus efectivos, evoquen a los compañeros caídos a lo largo de la ruta y centupliquen sus esfuerzos por conseguir una plena satisfacción a sus justas demandas. Tres años después de la tragedia, en el Congreso constitutivo de la II Internacional , se aprueba por aclamación una propuesta que dice:
«Se organizará una gran manifestación internacional en fecha fija, de manera que en todos los países y en todas las ciudades a la vez, el mismo día, los trabajadores exijan a los poderes públicos la reducción legal de la jornada de trabajo a ocho horas.»
Para esa manifestación se elige la fecha del Primero de Mayo, ya que esta ha sido la fecha ya elegida en 1888 por la American Federation of Labour (AFL).
Durante seis lustros, la jornada del Primero de Mayo tiene un significado de aspiración y lucha. En 1919 sufre una radical transformación al convertirse de día de combate en Fiesta del Trabajo. El cambio se debe no sólo al logro de la jornada de ocho horas (en España es legal en Barcelona desde 1916 y en todo el país para la industria del vidrio desde 1917), sino también a que una Conferencia Internacional celebrada en Washington declara que la jornada no excederá de ese número de horas.
La penosa marcha coronada con el éxito ha costado la vida a millares de trabajadores de todos los países, caídos en el flagor de la lucha. Y, entre ellos, en primerísimo término, los cinco sindicalistas ejecutados en Chicago el 11 de noviembre de 1886, cuyo sacrificio se sigue conmemorando con la fiesta del Primero de Mayo.
(Extracto libre del artículo de Eduardo de Guzmán, «La significación del 1 º de mayo», publicado en la revista Tiempo de Historia nº 6, año I, mayo de 1975.)
Eduardo de Guzmán. Periodista y militante anarcosindicalista.
Ha sido uno de los cronistas más lúcidos de la posguerra española. Antes de cumplir los 20 años era redactor-jefe del diario LA TIERRA , que al poco de su fundación en 1930 se convirtió en el más leído de la prensa vespertina española. Tras la guerra civil, fue detenido en el puerto de Alicante junto a otros miles de compañeros y tras varios meses en Campos de Concentración sufrió consejo de guerra en el que bajo la acusación de haber cometido «delitos de prensa» fue condenado a muerte, junto con Miguel Hernández, pena que les fue conmutada a ambos. Se le prohibió ejercer como periodista, e incluso utilizar su verdadero nombre en cualquier obra que pudiese publicar. Para sobrevivir se dedicó a las traducciones y a escribir novelas baratas del oeste, que firmaba como Eduard Guzman. Pasados los años pudo volver al periodismo, colaborando en El Ruedo, El País, etc.
Eduardo de Guzmán es autor de varias obras fundamentales sobre la guerra y posguerra en España, entre ellas “Nosotros los asesinos” (1976), “Mi hija Hildegart” (1977), “La segunda república fue así 1931- 1939” (1977), “El año de la Victoria ” (1979 y recientemente reeditado Ed.Virus), “Historias de Madrid” (1981) y “La muerte de la esperanza” (1982).
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