Por José Luis Carretero Miramar.
Recientemente, la Unión Europea ha decidido impulsar un proyecto continental para diseñar un gran cloud de datos bajo legislación comunitaria. La razón es clara: si la nueva economía dimanante de lo que se viene llamando la Cuarta Revolución Industrial va a estar centrada en campos innovadores interrelacionados entre sí como la Inteligencia Artificial, el Internet de las Cosas (IoT) o la robotización, los datos van a pasar a ser el nuevo gran activo estratégico del futuro. El Big Data, combinado con la conectividad creciente facilitada por la tecnología de redes 5G, y operado mediante tecnologías de Inteligencia Artificial (IA), puede constituirse en el sustrato de un gran salto delante de un proceso de automatización cualitativamente superior de las actividades productivas, y de un conocimiento milimétrico de los mercados.
Por supuesto, en este escenario quién tiene bajo su poder los datos y cómo los utiliza son asuntos de una importancia estratégica capital. La Unión Europea quiere que los datos europeos (no sólo los de los consumidores, sino también los industriales, sanitarios, etc.) estén almacenados en un gran sistema de clouds federadas sometido a la legislación europea y con una seguridad garantizada por la misma. Y, paralelamente, los Estados Unidos presionan a la Unión, de momento infructuosamente, para que los países de Europa veten a la empresa china Huawei en su despliegue de redes 5G, en base al supuesto peligro de que los chinos puedan acceder a datos sensibles.
Europa, sin embargo, rezagada en esta nueva guerra por la tecnología futura, trata de salvaguardar su independencia: intenta construir su propia “nube”, pero incapacitada a hacerlo en toda su extensión, con un impulso público decidido, se conforma con federar y aliar las distintas “nubes” ya existentes bajo legislación europea; se niega a vetar a Huawei en la implantación de la red 5G en los diferentes países, pero decide limitar a dicha empresa respecto al “core” de dichas redes, donde se encuentran los datos más sensibles de los usuarios. Europa, sin “campeones globales” de las redes del mismo tamaño que los chinos o norteamericanos, enfrentada a la agresiva política tecnológica trumpiana (el fiscal general de Estados Unidos ha declarado recientemente que los norteamericanos deberían tomar el control accionarial de la empresa sueca Ericsson para enfrentar con garantías el auge chino en las redes 5G) empieza a ver con preocupación un futuro que pone sobre la mesa la creciente falta de soberanía tecnológica de un continente que se encuentra un tanto desarmado en el filo de una transformación global en las formas de producir sin paragón en la Historia.
Y algo parecido a lo que le pasa, a nivel geopolítico, a la Unión Europea, le ocurre también a la clase trabajadora en el mercado laboral. La clase obrera actual se encuentra debilitada por la ofensiva neoliberal que se ha sucedido sin pausa alguna desde los años setenta, y yace indefensa, débilmente armada con una ideología decadente y, en muchos casos, oscurantista, que fomenta la fragmentación organizativa y los odios cainitas entre sus distintas corrientes. En este escenario, ya lo hemos indicado en algún texto anterior en Trasversales, la ola de innovación tecnológica que recorre el mundo le puede llegar a pasar por encima, y terminar de derribar la arquitectura de derechos y movimientos que la clase obrera ha construido en los últimos siglos, si no hay un decidido cambio de paradigma en su actuación, que le lleve a disputar en serio por los frutos y los usos de las nuevas tecnologías.
La nuevas tecnologías constituyen una base material y cognitiva que podría utilizarse para facilitar la autogestión en los lugares de trabajo, implementando dinámicas de cualificación de la clase trabajadora que la capacitaran para ejercer el poder efectivo sobre el proceso productivo, además de generar el sustrato de riqueza, de conectividad y de datos necesario para el ejercicio de procesos de planificación participativa de masas (también en el ámbito de la economía), y para disciplinar en términos sociales, ecológicos y de género, unos mercados que, en muchos casos y sectores, nacieron antes del capitalismo y probablemente le sobrevivirán como mecanismos de asignación de precios y de flujos de inversión del capital social.
Pero estas mismas tecnologías están siendo utilizadas por el Capital con fines muy distintos. Ante las dificultades mostradas en las últimas décadas para valorizar adecuadamente internet (crisis de las punto.com) y los avances científicos asociados a las redes descentralizadas, las grandes tecnológicas están explorando de forma creciente un importante mercado, en una sociedad donde el conflicto de clase incorpora problemas de seguridad emergentes para las clases propietarias: el mercado de la vigilancia permanente, del control tecnológico. Tanto de las “conductas desviadas” clásicas (delincuencia, disidencia política, enfermedad, absentismo juvenil…) como del desempeño laboral cotidiano (vigilancia del uso de ordenadores y dispositivos móviles en oficinas, geolocalización de riders y transportistas, videovigilancia ubicua, dispositivos para la geolocalización de trabajadores y materiales en almacenes, controles biométricos para el registro del horario laboral, etc, etc, etc….).
¿Se pueden poner límites a este control ubicuo de trabajadores y clientes por parte del Gran Hermano empresarial de nuestros días? ¿Es posible una regulación que discipline el uso de estas nuevas herramientas tecnológicas para extender la explotación? Esta es una pregunta con importantes implicaciones para un futuro que es ya, en gran parte, un presente perentorio.
Detengámonos en un ejemplo: la temática relacionada con la obligación creciente de conexión, incluso no deseada, que se expande por doquier en el mercado laboral. Las nuevas tecnologías permiten tener al trabajador siempre a disposición de las necesidades de la empresa. Conectado a apps de mensajería como whattsapp o telegram, con la capacidad de recibir correos electrónicos o mensajes de todo tipo a cualquier hora del día o de la noche. Incluso geolocalizado gracias a su dispositivo móvil si comparte habitualmente su ubicación, el trabajador de hoy en día, aún precario y con salario y derechos menguantes, puede ver invadido su tiempo de descanso y de ocio por una continua intromisión del poder de mando empresarial.
No cabe ninguna duda de que técnicamente esto es posible. Tampoco de que es una práctica que se extiende cada vez más en nuestro mercado laboral. El problema es ¿qué límites se le pueden imponer a esta pulsión invasiva del poder de dirección de la empresa, qué regulaciones (estatales o convencionales) se pueden implementar para atajar esa conversión creciente del tiempo de vida en su totalidad, en tiempo de trabajo alienado?
En nuestro país, la normativa que trata de limitar este fenómeno y (al menos declarativamente) establecer un derecho del trabajador a la desconexión digital, es relativamente reciente. De hecho, dicha regulación se limita al artículo 88 de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y Garantía de los Derechos Digitales, que trata de trasladar al Derecho español parte de la regulación de la Ley 2016-1088, de 8 de agosto de 2016, de reforma del Código de Trabajo francés.
Dicho artículo 88 reconoce a todos los trabajadores y empleados públicos el “derecho a la desconexión digital a fin de garantizar, fuera del tiempo de trabajo legal o convencionalmente establecido, el respeto de su tiempo de descanso, permisos y vacaciones, así como de su intimidad personal y familiar.”.
Pero, como bien afirma Margarita Miñarro, en su artículo “La desconexión digital en la práctica negocial: más forma que fondo en la configuración del derecho”, publicado en el número 440 de la revista “Trabajo y Seguridad Social” del Centro de Estudios Financieros:
“Sin embargo, poco hace el artículo 88 de la LOPDGDD más allá de declarar formalmente el derecho a la desconexión digital y de reconocer -entre líneas- su incidencia sobre el derecho a la conciliación y-aún más entre líneas- sobre la seguridad y salud en el trabajo, siendo esta una norma meramente programática (…) Así, en lugar de abordar su regulación, al menos en las cuestiones más nucleares, opta por darle una estructura descentralizada, que explica que, a fin de facilitar futuros desarrollos, este sea uno de los preceptos excluidos de la consideración de “orgánicos” que es predicable del resto de los incluidos en la ley. A tenor de tal esquema, delega la configuración y garantías de efectividad del derecho a la desconexión digital en otros instrumentos de ámbito de aplicación más reducido o, en su defecto, al acuerdo entre empresa y representantes de los trabajadores la regulación de “las modalidades de ejercicio de este derecho (que) atenderán a la naturaleza y objeto de la relación laboral (y) potenciarán el derecho a la conciliación de la actividad laboral y de la vida personal y familiar”. Con ello, renuncia a establecer garantías de efectividad generales para este derecho, encargando que lo haga la negociación colectiva o el acuerdo de empresa”.
Es decir, que el legislador no establece contenido material alguno referente a este derecho que reconoce, pero al que no da carta de naturaleza de derecho fundamental, al excluir su regulación de la consideración de Ley Orgánica. La efectividad del derecho queda totalmente al albur de los acuerdos que se puedan alcanzar entre trabajadores y empresarios en el marco de la negociación colectiva. Será la relación de fuerza en el lugar de trabajo la que finalmente determine si esta regulación legal tiene algún tipo de efecto, o no, sobre las relaciones laborales reales de los trabajadores concernidos. El Estado, en un evidente brindis al sol, reconoce un derecho sin contenido y hace un llamamiento no imperativo a los interlocutores sociales para que delimiten sus contornos.
Diversos convenios colectivos, fundamentalmente de grandes empresas, han respondido a este llamamiento. Unas veces animados por una perspectiva que entiende la desconexión digital como un asunto ligado al derecho a la conciliación familiar (incluso regulándola en el Plan de Igualdad de la empresa, como sucede en el Grupo Repsol). Otras veces, las menos, interpretando el derecho como algo vinculado directamente con la prevención de riesgos laborales, como en el Acuerdo Interprofesional de Cataluña de 2018.
Detengámonos en dos instrumentos concretos, interesantes por ser muestras representativas del tipo de regulación que todos estos acuerdos están incorporando.
En primer lugar, tenemos lo expresado en el Acuerdo marco mundial sobre la vida laboral en Renault, titulado “Construir juntos el mundo laboral en el grupo Renault”, y adoptado el 9 de julio de 2019. De enorme interés por tratarse de un acuerdo de ámbito global, referente a una de las mayores multinacionales automovilísticas del mundo.
Este instrumento indica que “en el ámbito internacional, donde todos los husos horarios están activos, el Grupo Renault reconoce a sus empleados y empleadas el derecho a elegir conectarse o no fuera de su tiempo de trabajo habitual y durante sus períodos vacacionales”. Si embargo, carga sobre el trabajador la decisión de si responder o no a las comunicaciones iniciadas por la empresa en el tiempo de descanso, que no son prohibidas en su totalidad, sino que se permiten en “situaciones excepcionales”, en las que sí existirá obligación de responder por parte del trabajador. Pese a que es uno de los instrumentos más avanzados, al introducir una limitación a las comunicaciones que puede iniciar la empresa (algo que no se da en la mayoría de los convenios, que otorgan al trabajador el derecho a no responder salvo en determinados casos, pero que no limitan los mensajes que la empresa puede enviarle) su falta de claridad empuja a la concreción del derecho en las situaciones cotidianas reales a una nebulosa interpretativa que limita su eficacia.
La regulación del Grupo Telefónica, aprobada el 17 de julio de 2019, se encuentra en su “Política interna reguladora del derecho a la desconexión digital de las personas trabajadoras de Telefónica”. Como primera medida reconoce el “derecho a no responder ninguna comunicación fuere cual fuere el medio utilizado (correo electrónico, WhattsApp, teléfono, etc.) una vez finalizada la jornada laboral”. Pero luego, por supuesto, lo matiza, obligando a responder en “los casos en que concurran circunstancias de causa de fuerza mayor o que supongan un grave, inminente o evidente perjuicio empresarial o del negocio, cuya urgencia temporal necesita indubitadamente de una respuesta inmediata”. Un amplio abanico de casos, con una expresión fuertemente indeterminada. Además, finaliza indicando que el cumplimiento de este acuerdo es “un derecho, no una obligación”, lo que descarga totalmente en el trabajador la responsabilidad de su cumplimiento, así como la efectividad real un elemento que nuestro derecho ha considerado siempre indisponible: la duración de la jornada de trabajo.
En definitiva, la mayor parte de los convenios que regulan este derecho, lo hacen desde la base de que el trabajador no tiene la obligación de responder, en su tiempo extralaboral, a la empresa (salvo en determinados supuestos que son muy amplia y difusamente delimitados), pero tampoco la obligación de no responder. Además, la empresa tiene plena libertad de enviar comunicaciones, siempre que quiera, al trabajador. El cumplimiento efectivo del derecho se convierte en responsabilidad personal del trabajador, en un contexto de creciente precariedad en el empleo y en las condiciones de trabajo. Es el trabajador el que decide, en el marco de una relación desigual, si responde o no. Y la ley, como hemos indicado, es un simple precepto en blanco que declara un derecho que no delimita ni define.
Además, la regulación existente hurta al análisis jurídico las implicaciones de la conectividad obligatoria para los derechos fundamentales que la propia constitución regula. Estamos hablando del derecho a la intimidad (artículo 18.1 de la Constitución) que puede verse fuertemente afectado por la intromisión ubicua de la empresa en el tiempo de descanso del trabajador. El constante establecimiento de comunicaciones entre empresario y trabajador, fuera del centro de desempeño del trabajo, puede no sólo afectar a la prevención de los riesgos laborales para la salud (fomentando patologías como el tecnoestrés, la tecnofatiga o la tecnoadicción), sino también a la propia intimidad del empleado: una conexión extemporánea vía Skype, por ejemplo, puede ser el medio para que la empresa conozca datos íntimos, como el lugar donde se encuentra en ese momento el empleado o quiénes son sus acompañantes.
En definitiva, como afirma Manuel González Labrada, en su artículo “El derecho a la desconexión digital: naturaleza y alcance”, en el número 87 de la Revista de Derecho Social:
“La delimitación jurídica del derecho a la desconexión digital como derecho instrumental y derecho facultativo desprovisto de coercibilidad viene a legitimar el nuevo paradigma de la flexibilidad ubicua y se inscribe en un movimiento de flexibilización del tiempo de trabajo, sometido a la libertad organizativa del empleador y, por tanto, a reforzar la libertad constitucional de empresa únicamente condicionada a la negociación colectiva (…) y, so capa de un derecho, hace responsable al propio trabajador de la desconexión. Esta caracterización del derecho pone de manifiesto la falta de contundencia jurídica en su contenido y su eficacia, y aflora la carencia de una singular tutela que dote de efectividad y protección a la desconexión digital distinta de los mecanismos tutelares del derecho al descanso o a la prevención de riesgos. En este punto, como ya hiciera el legislador en 1980 con la intimidad y con el peso de la ideología neoliberal, el legislador del siglo XXI conforma el derecho a la desconexión con unos límites tan imprecisos y genéricos que se diluyen en su propia indefinición.”
Pero la indefinición de la regulación legal del derecho a la desconexión digital no es el único elemento altamente preocupante en este escenario de ubicuidad empresarial. La tecnología actual permite hacer muchas más cosas que enviar continuadamente mensajes a un trabajador en su tiempo de descanso. Vivimos en la era de la vigilancia permanente, una era en la que los datos se constituyen en una fuente de riqueza descomunal.
Como afirma Richard Snowden, el exanalista de la CIA que denunció, con multitud de pruebas que la agencia de espionaje norteamericana estaba supervisando y grabando millones de comunicaciones digitales y telefónicas a nivel global, sin ningún tipo de control legal ni limitación técnica:
“Los datos que generamos tan solo con vivir (o con dejar que nos vigilen mientras vivimos) iban a enriquecer a las empresas privadas en la misma medida que empobrecerían nuestra existencia privada. Mientras que la vigilancia gubernamental estaba teniendo el efecto de convertir al ciudadano en súbdito, a merced del poder estatal, la vigilancia corporativa estaba convirtiendo al consumidor en un producto, que las corporaciones vendían a otras corporaciones, corredores de datos y publicistas”.
¿Es imaginable un escenario, pues, en el que los datos privados de los trabajadores (los de su ubicación en su tiempo de descanso, por ejemplo) son utilizados por la empresa, no sólo para vigilar su desempeño laboral sino también para ser valorizados en el mercado de datos? Imaginemos que, desde esa perspectiva, tanto el teletrabajo como la geolocalización, o incluso las llamadas de voz o de video de la empresa en tiempo de descanso, pueden permitir conocer datos de los trabajadores referentes a sus compras, lugares de estancia, estado de salud, acompañantes…Además, si se pueden usar los datos de la conexión ¿por qué no usar directamente los datos que el propio trabajador va dejando en sus redes sociales, rastro en buscadores o, incluso, superficies comerciales que puedan tener un acuerdo al respecto con la empresa o pertenecer a su mismo grupo empresarial?.
Obviamente, todo esto es técnicamente posible, y se hace más fácil con la emergencia de las redes 5G, como sustrato material de un enorme avance previsible en la conectividad y el uso de la inteligencia artificial para la captación y análisis de grandes cantidades de datos. Es legalmente discutible, sin embargo, que algunas de estas cosas puedan realizarse sin transgredir la normativa existente. Pero, en gran medida, nos encontramos frente a una legislación que va muy por detrás de lo que puede permitir hoy día una tecnología en plena revolución permanente. Cuando todo es discutible, y la normativa no alcanza más que a declarar derechos que “se diluyen en su propia indefinición” la puerta abierta al abuso y la explotación del trabajo humano (de la vida humana) se convierte en una gran invitación al abismo.
El joven Marx defendía que, en el comunismo, liberados de la explotación y la alienación, los trabajadores dedicarían sus días a “pescar por la mañana, fabricar por la tarde escribir y cantar por la noche”. Imaginaba un mundo en el que la liberación de las fuerzas productivas de la humanidad superaba la dualidad entre trabajo y ocio, en el que el trabajo sería toda relación consciente del sujeto humano con la naturaleza, y en el que el ocio no consistiría en el consumo pasivo y alienado de mercancías sino en el disfrute de la propia creatividad y capacidad de goce. Limitada fuertemente la jornada “laboral” (la dedicada a elaborar la base material imprescindible para la vida), el trabajador disfrutaría de sus horas en actividades que expresarían sus propias potencialidades y capacidades para la creatividad y el disfrute (a eso se refería Marx, cuando hablaba de una “sociedad de la abundancia”).
La base técnica de nuestra sociedad podría hacer posible ese escenario, mediante la robotización del trabajo, la planificación participativa de las necesidades y la autogestión del proceso productivo por los productores directos, transformados en una fuerza creativa basada en capacidades innovadoras y mecanismos de formación que superasen la diferenciación entre trabajo manual y trabajo intelectual, entre dirigentes y dirigidos.
No es eso lo que nos prometen quienes controlan la innovación técnica en nuestra sociedad. Apuestan por la vigilancia permanente, por la apropiación de los flujos de vida (transformados en datos) que suceden fuera del trabajo (alienado y basado en la explotación) para su valorización en los mercados (en gran medida oligopólicos). Pretenden convertir en mercancía, no sólo la fuerza de trabajo utilizada en el proceso de producción, sino el proceso vital de la sociedad en su totalidad. Biopoder en la sociedad-fábrica. Supervisión constante y valorización del “General intellect” del que habló Marx en sus Grundrisse.
Hay alternativas, sin embargo. Tanto para lo micro como para lo macro. Tanto para la regulación actual de cosas como la desconexión digital, como para el sistema capitalista en su conjunto. Y esas alternativas están creciendo y conformándose, en este instante, en los intersticios de la propia sociedad del Capital.
Un derecho real a la desconexión del trabajador, en el ámbito laboral, presupone en convertirla en un derecho irrenunciable (como son las vacaciones) y en tasar de manera clara o denegar totalmente las posibilidades de que la empresa pueda ponerse en contacto con el trabajador en el tiempo de descanso. Recuperar, actualizándolo, ese viejo derecho fundamental que la textura de la sociedad neoliberal ha hecho impracticable: el derecho a la intimidad, regulando fuertemente el uso de logaritmos e inteligencia artificial en los procesos de selección o convirtiendo dichos procesos en competencia exclusiva de una instancia pública con participación y control sindical (dotando de contenido real a las agencias de empleo). Acabar con la precariedad laboral, indicando que el despido improcedente ha de conllevar readmisión obligatoria y controlando y limitando la causalidad de los contratos temporales, de manera que el trabajador se sienta lo bastante fuerte para defender sus derechos en la cotidianidad de la vida empresarial.
Una sociedad de la abundancia (tal y como la definían Marx y otros pensadores del socialismo más transformador), pero también de los derechos y las libertades, deberá erigirse sobre el control y regulación de lo que puede hacerse con los datos, y sobre la tendencial limitación de las posibilidades técnicas de la vigilancia permanente, estableciendo cortafuegos, áreas de intimidad indisponible para los individuos, transparencia absoluta de los procesos empresariales y gubernamentales ante el escrutinio de los grupos autoorganizados de trabajadores. Volviendo transparente al poder, y opaca a la vida individual e íntima. Haciendo proliferar el conocimiento y la técnica, pero también encauzándolos en dirección a la salvaguarda y expansión de la vida, no a su valorización como Capital.