Por José Luis Carretero Miramar – 24/06/2020
El presidente norteamericano, Donald Trump, ha dado la orden de que su país se retire de las negociaciones iniciadas en la OCDE para la aprobación de una tasa internacional a las multinacionales. Estas negociaciones eran la alternativa que el propio presidente estadounidense había ofrecido a la aprobación, por parte de la Unión Europea, de una tasa continental a las grandes tecnológicas, la llamada “Tasa Google”. Pocos días antes, la Oficina de Comercio de Estados Unidos ha decidido abrir una investigación contra los países europeos (entre ellos, España) que tienen previsto poner en marcha su impuesto propio sobre las grandes tecnológicas en los próximos meses.
Suenan tambores que anuncian una nueva guerra comercial en la Administración norteamericana. Pero en esta ocasión las hostilidades pueden no dirigirse contra China, con la que se han destensado las relaciones en los últimos meses, a la espera de ver si se cumple el acuerdo bilateral que puso fin, de manera momentánea, al enfrentamiento entre las dos grandes potencias de nuestro tiempo. La nueva guerra comercial iniciada por la Administración Trump puede ser una guerra contra la Unión Europea.
Donald Trump está en una situación política delicada. Se enfrenta a unas nuevas elecciones presidenciales el 3 de noviembre, en las que no parece todavía claro quien va a ser el ganador. Trump puede estar ganando la batalla de la financiación de la campaña. Ha obtenido ya 325 millones de dólares para su campaña electoral, mientras su oponente, el demócrata Joe Biden acumula sólo 260 millones. Cuenta con el apoyo de una parte importante de la élite: desde el millonario de los casinos Sheldon Adelson , al presidente del fondo de inversión Blackstone, Stephen Schwarzman , pasando por el fundador de Oracle, Larry Ellison y el magnate del petróleo Harold Hamm. Pero Biden no es tampoco un candidato marginal: le apoyan públicamente casi 100 milmillonarios, desde el consejero delegado de Netflix, Reed Hastings, hasta el fundador de Linkedin, Reid Hoffman.
Trump tiene dos problemas fundamentales para ganar. Por un lado, la situación económica norteamericana, sacudida por la pandemia de Covid-19. Pese al colapso derivado de los confinamientos, que provocó un alza del desempleo como no se había visto desde 1948, lo cierto es que los últimos datos económicos, así como el comportamiento de la Bolsa de Wall Street, junto a las medidas tomadas por la Reserva Federal, dan munición para que el presidente mantenga la esperanza en una rápida y fuerte recuperación. Está por ver qué ocurre si esta se frustra por una segunda oleada de la pandemia, justo al inicio del otoño, muy cerca de la campaña electoral.
Por otro lado, Trump se enfrenta a una situación de conflicto social creciente. Las movilizaciones que se han sucedido tras el asesinato del ciudadano negro George Floyd aún no se han apagado. Y Trump ha seguido alimentándolas con declaraciones incendiarias que buscan polarizar a sus bases más reaccionarias. Los enfrentamientos callejeros han sido los más graves desde los años sesenta. Trump parece ver en ellos la oportunidad de una nueva vuelta de tuerca en la estrategia autoritaria, punitivista y securitaria iniciada con la aprobación de la Patriot Act tras los atentados del 11-S. Pero el colchón social de los movimientos en la calle es muy amplio y su criminalización se muestra problemática. La radicalización del conflicto puede movilizar a una parte de las bases republicanas tras las consignas de “Ley y Orden”, pero también puede enajenar el apoyo a Trump de los sectores más moderados de la derecha, hartos de tanta agitación.
La Unión Europea, por su parte, se enfrenta a una grave crisis, que sólo se puede solucionar con una deriva constituyente decidida. Las tensiones internas de la Unión están llegando a un punto peligroso, tras el golpe sufrido por la salida de Reino Unido de los Tratados. La pandemia de Covid-19 ha empujado a Europa a una situación extrema: o decide implementar una política federalista de construcción de las instituciones comunes (la Unión Bancaria, el presupuesto único, la unidad fiscal, la defensa unida, etc.) que la pueden convertir en un Estado-Continente viable en medio de un mundo cada vez más multipolar; o las contradicciones (Norte-Sur, Este-Oeste…) se irán acumulando hasta producir una previsible implosión de la Eurozona, que podría llegar a ser caótica.
El fuerte impacto de las políticas de austeridad puestas en marcha para detener la crisis del 2008 en la Unión Europea ha desequilibrado las cuentas públicas de algunos de sus Estados más importantes. Europa nació neoliberal, según los propios tratados constitutivos, pero el peso de deudas públicas cada vez más insostenibles (como la italiana o la española), junto a la degradación de los modelos productivos de los países del Sur por la desindustrialización de las últimas décadas, lleva a los gobiernos a intentar encontrar nuevas vías de financiación.
Así que los fiscalistas que asesoran a los gobernantes europeos han decidido ensayar nuevas alternativas para aumentar los presupuestos públicos, sin dañar en demasía la actividad económica en el continente. Una de las posibilidades es, precisamente, actuar sobre los mecanismos de ingeniería fiscal que permiten a las grandes multinacionales globales operar en suelo europeo sin pagar apenas impuestos.
Las grandes tecnológicas globales son, pues, un candidato ideal para convertirse en objetivo de un nuevo impuesto. La llamada “Tasa Google” mata varios pájaros de un tiro: permite aumentar los ingresos públicos evitando los ingeniosos mecanismos que las grandes transnacionales usan para evitar contribuir en los países en los que operan (la domiciliación en determinados países, provocando fenómenos de “dumping fiscal”; el recurso a los “paraísos fiscales”; el arbitraje con las divisas…). Y, al mismo tiempo, podría funcionar como un mecanismo proteccionista que ayudase a la emergencia de empresas tecnológicas europeas, en un momento en que la Unión está perdiendo claramente la pugna por los mercados tecnológicos globales y por la innovación productiva del futuro.
Pero las grandes tecnológicas son fundamentalmente norteamericanas. Y Estados Unidos ha dejado ya claro que no está dispuesto a que sus grandes transnacionales paguen impuestos en Europa. Al conocer el proyecto francés de “Tasa Google”, Trump implantó hace algunos meses fuertes aranceles contra los productos galos. Poco después, ofreció una especie de alternativa: la firma de un acuerdo internacional, en el seno de la OCDE, para gravar con un impuesto global a las multinacionales de cualquier sector, no sólo las tecnológicas. Esas negociaciones son, precisamente, las que Trump, acuciado por la necesidad de dar golpes de efecto ante su próxima campaña electoral, ha hecho naufragar ahora.
La ministra española de Hacienda, María Jesús Montero, respondió a la carta del secretario del Tesoro norteamericano, en la que le anunciaba el abandono de las negociaciones en la OCDE, con las siguientes palabras: “La Unión Europea en su conjunto no va a aceptar ningún tipo de amenaza”.
El gobierno español tiene razones para estar preocupado. España ha aprobado ya una tasa a las tecnológicas que realicen actividades de intermediación y compraventa de datos o publicidad on-line, con una facturación global de más de 750 millones de euros, de los que más de 3 millones han de haberse obtenido en territorio nacional. El cobro del impuesto, sin embargo, ha sido suspendido hasta diciembre, con la esperanza de que en ese tiempo se puedan cerrar las negociaciones ahora rotas en la OCDE sobre una tasa internacional a todas las multinacionales. Alemania, sin embargo, con múltiples y fuertes lazos comerciales con los norteamericanos y con continuos superávits en sus finanzas públicas, se muestra acomodaticia, intentando rescatar las conversaciones que eviten una “Tasa Google” europea.
La tensión sube. Trump puede estar tentado de abrir una nueva guerra comercial. No en vano muchos de sus movimientos de los últimos años, han ido encaminados, aún indirectamente, a debilitar a la Unión Europea, como los encaminados a la desestabilización continua e interminable del Magreb y de Oriente Medio, el intento de veto del oleoducto Nord Stream II, que llevará el gas ruso a Alemania, o el continuo intento de enfrentar a Europa con su vecino euroasiático.
Trump ha decidido usar las guerras comerciales donde sus antecesores recurrían, muchas veces, a los cañones y a los bombarderos. Pero también ha decidido iniciar dichas guerras contra sus más directos competidores, sin ninguna contemplación, sin respetar las viejas alianzas ni las reglas de los viejos consensos internacionales. En las guerras siempre sufren los pobres. No nos engañemos. En las guerras comerciales también.
Europa tiene, pues, una razón más para decidir si desea ser una alternativa económica y política global, o una amalgama en decadencia de gobiernos que se odian en un continente plagado de desequilibrios y tensiones. Las clases dirigentes de los llamados “países frugales” y de Alemania deberían atender a los signos de los tiempos. O hay una Europa funcional y federal, con una economía integrada y equilibrada e instituciones democráticas comunes, o el caos y las grandes potencias de un mundo en crisis se tragarán codiciosamente el llamado “sueño europeo”.