No hace falta compartir las ideas de Paca ni estar de acuerdo con ella en todo, para entender que todo lo hizo por su clase, por su tierra, por su pueblo, por el imperio del Derecho.
Por José Luis Carretero Miramar
Supongo que hablar, en estos días de tempestades sociales, pandemias, hipervigilancia y confinamientos, de Francisca “Paca” Villalba es un asunto peliagudo. Hay mucha gente que, con el tiempo, siente aversión por su propio pasado y, sobre todo, por las gentes que lo poblaron. Hay personas que ahora son importantes y reconocidas (o quizás mejor, reconocibles) y en otros tiempos fueron vagabundos intempestivos, jóvenes airados o sulfurosos adalides del acto de tomarse quizás demasiado en serio eso de arriesgarlo todo, aún teniendo pocas o ningunas posibilidades de vencer. Justo ese tipo de personas eran las que defendía Paca.
No puedo recordar el momento exacto en que conocí a Paca, pero apostaría a que fue en alguna reunión de la Comisión de Penal de la Asociación Libre de Abogados de Madrid, a mediados de los años noventa. Unos conciliábulos bastante públicos, que se celebraban todas las semanas en una de las salas de togas del edificio de los juzgados de Plaza de Castilla. Allí ejercían de arregladores del mundo jurídico, y de defensores de las garantías ciudadanas, muchos de los letrados y juristas más progresistas y, en muchos casos, levantiscos, de la capital. Se podía hablar, y también, dada mi inexperiencia de recién colegiado, pedir consejo, a gentes como Juan Manuel Ruiz Fernández, Endika Zulueta (que en esos momentos defendía a los activistas de gran parte de los centros sociales autogestionados de la ciudad), Amalia Alejandre, Nines Álvarez, José Luis Galán, o el incombustible Jorge del Cura, trabajador de uno de los tribunales del edificio y animador principal de la Asociación Contra la Tortura.
Y allí estaba Paca. Entre letrados socialistas, comunistas, radicales, tibiamente ecologistas o, simplemente, respetuosos con el espíritu garantista de la Ciencia Penal defendido por los mejores juristas desde los tiempos de Cesare Beccaria.
Paca era un torbellino. Activa, incansable, solidaria. Paca era respetada por sus amplios conocimientos jurídicos y por su honestidad, así como por su diáfana tendencia a la bondad interpersonal, a ejercer la amistad y el cuidado de los que nos iniciábamos en la profesión como una especie de deber cívico hecho de ternura y de buen hacer. Paca era, también, legendaria y peligrosa, en el sentido de que, pintada con tenebrosos rasgos sulfurosos por sus críticos, su dinamismo arrollador nos empujaba a todos a estar dos pasos más allá de lo que hubiéramos estado de no haberla conocido. Siempre llegaba con papeles, manifiestos y peticiones para firmar, en defensa de causas no sólo perdidas sino incluso discutibles, que hasta los más moderados leguleyos de la izquierda caviar acababan signando por pura amistad.
Hija de albañil, Francisca Villalba Merino, Paca, fue siempre una defensora acérrima del movimiento obrero mas rupturista e insurgente. También fue una china en el zapato de la gestión corporativista, opaca y conservadora del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid. Poco después de colegiarse fundó el Grupo de Abogados Jóvenes y se convirtió en una de las principales animadoras de la Asociación Libre de Abogados. Una celebérrima huelga de hambre en las instalaciones del Colegio la hizo famosa entre los letrados más jóvenes.
Paca ejerció de letrada pro bono de los presos comunes que denunciaron las torturas sufridas en la cárcel de Herrera de La Mancha, en uno de los episodios más polémicos de la Transición. Se convirtió, también, en una habitual en los procedimientos abiertos en la Audiencia Nacional contra los militantes del GRAPO y del PCE (r), actuando de negociadora en la huelga de hambre implementada por los presos de dichas organizaciones contra el aislamiento penitenciario. Todo ello le llevó a convertirse en uno de los pilares fundamentales de la Asociación Contra la Tortura (ACT) y a ser una de las impulsoras de la acusación popular contra el terrorismo de Estado de los GAL. Creó, también, la Coordinadora de Abogados Laboralistas, y dirigió su revista “Gaceta Obrera”, como especialista comprometida con el Derecho del Trabajo.
Paca, ya lo he dicho, era amistosa y solidaria. Por eso defendió, un día que yo estaba enfermo, a una de mis clientas, acusada de un extemporáneo cargo de “propaganda ilegal” por portar varios fanzines punks, probablemente dedicados al veganismo y la visión más individualista del anarquismo. Por supuesto, no me dejó pagarle su parte de la minuta. Por eso, también, más allá del sectarismo político habitual en la izquierda extramuros, se puso más de una vez la toga para defender a cenetistas, militantes de la autonomía juvenil, antimilitaristas y todo tipo de elementos estrafalarios de los movimientos sociales del Madrid de los noventa.
Por eso, también, la acompañé, junto a otros letrados jóvenes y muy conocidos, un día bajo los puentes de la zona más castigada del Manzanares, en busca de testigos que desmintiesen que su cliente del turno de oficio, un “sin techo” que dormía al calor del ronroneo del río, había asesinado a otro indigente. Lo conseguimos: tras mucho vagar por la rivera devastada y preguntar insistentemente a sus pobladores, aún más devastados por la droga, el abandono o la miseria; encontramos a quien había visto lo necesario para la absolución. Esa era Paca entrando acción: el bienestar de sus clientes y la defensa de las garantías democráticas básicas para que el sistema penal no se lo trague todo, eran los centros magnéticos de su vida.
Paca falleció el 20 de julio de 2002, a sus 53 años, por la mala obra de un cáncer que no se pudo curar. El mismísimo Baltasar Garzón, que entonces era el juez estrella del planeta Tierra, me abordó aquellos días para interesarse por su salud, en las cercanías de la Audiencia Nacional. Paca era demasiado joven, demasiado fuerte, demasiado vital para derrumbarse. Demasiado querida para no ser llorada. Su entierro congregó a cientos de personas entre las que se contaron abogados de todas las tendencias políticas, algún juez, activistas, militantes, perseguidos, jóvenes nómadas y, sobre todo, obreros y obreras.
No hace falta compartir las ideas de Paca ni estar de acuerdo con ella en todo, para entender que todo lo hizo por su clase, por su tierra, por su pueblo, por el imperio del Derecho. Pero del Derecho entendido como una herramienta de defensa de la justicia y del amparo de los débiles, los olvidados, los oprimidos, los explotados. Equivocada o no, Paca vivió su vida con la intensidad de una apuesta completa, de una dádiva absoluta.
Una buena abogada penalista siempre defiende al hombre más malo del mundo. Y lo hace porque todos y todas necesitaremos la mejor defensa jurídicamente posible cuando la injusticia, el abuso de poder o el error pronuncien nuestro nombre.
José Luis Carretero Miramar