CUARTO FINALISTA: MARIO GARCÍA DE BLAS

DE LUNES A VIERNES
No olvidaré a mi abuela asomada a la ventana fumando, como una locomotora, los cigarrillos que
compraba en el quiosco de la esquina. Al fondo, una ciudad gris insistía en expandirse. El humo de su boca se mezclaba con el olor a fritura que salía de las cocinas de los vecinos, amontonados en apartamentos reforzados por cuerdas de tender y bragas ondeantes.
“El metro es para los pobres y esta ciudad está llena de ellos”.
Mi abuela tenía una visión del mundo difícil de comprender para un niño de once años. De lunes
a viernes marchábamos de la mano al colegio y el metro era la forma más rápida de atravesar tres anchas
avenidas, dos puentes, diez callejones y una masa de tráfico caótica.
Por aquel entonces, el vagón me parecía el lugar perfecto para pasar desapercibido, aunque de vez
en cuando uno se podía sentir el protagonista de alguna historia. Una vez, entre el traqueteo, saqué un
chupachups del bolsillo. Recuerdo como aquella niña uniformada me miraba con envidia golosa. Solo pude pensar: “pobre niña que no tiene caramelo”. En otra ocasión, un hombre en muletas me pidió una moneda:
“pobre”, me dije. Así que le di las pocas que me quedaban. Sin embargo, rápidamente recapacité: “pobre yo, ahora me he quedado sin un duro”. También examiné a un señor engominado y trajeado, cargando con una corbata al cuello, un maletín en una mano y una fiambrera en La otra: ‘pobre, nadie le ayuda a cargar con tanto peso”. Y luego estaba lo de subir y bajar escaleras, ir unos pegados a los otros y la sensación de ser un gusano debajo de tanta tierra hueca: “pobres”.
Después de todo, aprendí que mi abuela tenía algo de razón cuando recitaba en alto sus pensamientos
desde su palco en aquel humilde barrio de la capital. Allí éramos todos pobres, de eso no había duda. La
gran sorpresa fue darme cuenta de que no éramos los únicos y que, tanto la pobreza como la realeza, visten siempre de carne y hueso y llevan un billete de metro guardado en la cartera.

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